Biografía
Ana Monteagudo Ponce de León conocida como la Beata Ana de los Ángeles Monteagudo, nació en Arequipa el 26 de julio de 1602 o 1604. Fue hija del español Sebastián Monteagudo de la Jara, y de la dama arequipeña Francisca Ponce de León. No se conoce exactamente la fecha de su nacimiento porque su partida de bautismo se perdió durante un incendio en la Iglesia Mayor de Arequipa en 1620. A los tres años, fue entregada a las monjas del Monasterio de Santa Catalina de la Orden Dominica, para ser educada e instruida. Cuando tenía aproximadamente 14 años de edad, sus padres decidieron retirarla del monasterio, con el fin de darla en futuro matrimonio, pero Ana ya había adoptado una forma de vida distinta, de modo que estando en su casa, hizo de su habitación un lugar de retiro, donde trabajaba y rezaba, sin descuidar sus deberes. Un día, mientras meditaba en su aposento, se le apareció en una visión, Santa Catalina de Siena, quien le hizo saber de parte de Dios, que había sido elegida para entrar en el estado religioso, vistiendo el hábito dominicano. Le dirigió estas palabras: «Ana, hija mía, este hábito te tengo preparado, déjalo todo por Dios, yo te aseguro que nada te faltará».
De modo que Ana regresó al monasterio. Sus padres, cuando se enteraron fueron con la firme resolución de hacerla regresar a su casa, pero ella con todo respeto y humildad les respondió, que sólo deseaba tener a Jesucristo como esposo y llevar el hábito de Santa Catalina. Ana permaneció firme en su decisión. Es así que en el año 1616 Ana fue aceptada como novicia en el Monasterio de Santa Catalina, y añadió a su nombre el apelativo «de los Ángeles». Bien pronto abrazó con alegría todas las austeridades del estado religioso, observando con exactitud la Regla Dominicana y desprendiéndose completamente de los bienes de este mundo. Leyendo un día la vida de San Nicolás de Tolentino, le llamó la atención la gran devoción que este Santo tenía por las benditas Ánimas del Purgatorio y los sufragios que ofrecía para librarlas y tomó la resolución de dedicarse también ella a socorrer a esas almas necesitadas. Durante el tiempo de su noviciado comenzó a desarrollar el espíritu de penitencia, castigando su cuerpo con disciplinas y ayunos, adquiriendo de esta manera un mayor dominio de sí misma. Sus delicias estaban en la oración y en la meditación.
A ejemplo del Señor Jesús, tuvo un gran espíritu de pobreza, de modo que procuraba desasirse de los bienes terrenos, vistiendo hábitos usados y remendados, sandalias viejas -desechadas por otras religiosas-, y no poniéndose nunca cosa nueva, dando para las demás las cosas que recibía. Vivía una gran abstinencia.
En el monasterio ocupó el oficio de sacristana, ella lo ejerció con mucho gusto y exactitud. Pero en 1647, Mons. Pedro de Ortega Sotomayor, recientemente nombrado Obispo de Arequipa, quiso visitar el Monasterio de Santa Catalina, enseguida comprobó el abandono espiritual en que se encontraba, por las costumbres introducidas por las mujeres de la nobleza que allí se hospedaban, de modo que conversando con varias de las religiosas descubrió las cualidades extraordinarias de Sor Ana de los Ángeles y manifestó el deseo de que fuera ella quien gobernase dicho monasterio. A los pocos meses eligieron a Sor Ana como nueva Priora. Cuando recibió ese cargo, vivían en el monasterio cerca de 300 personas: 75 monjas de Coro; 17 legas; 5 novicias; 14 donadas; 7 criadas personales; 75 educandas; 130 siervas; y no pocas huérfanas y viudas. Éstas últimas se refugiaban en el monasterio para cuidar su buen nombre, pero no dejaban de vivir «según el mundo», Al contacto con este género de vida algunas de las monjas se contagiaban, y degeneraba su espíritu religioso. En un principio no quiso Ana de los Ángeles aceptar el cargo de Priora, pues se reputaba incapaz e indigna. Fue entonces cuando tomó las llaves del monasterio y las colocó delante de la imagen de Nuestro Señor, pidiéndole que encargase ese oficio a quien pudiese ejercerlo mejor que ella, pero oyó una voz interior que le mandaba aceptar el gobierno del monasterio, ella obedeció inmediatamente y tomó sobre sí aquel peso, confiando en el auxilio divino. Su principal preocupación fue devolver la disciplina al monasterio, haciendo observar las reglas a todas las religiosas sin admitir excepciones. Es por eso que ella no perdía ocasión para invitarlas a la santa virtud de la caridad. Disimulaba generosamente los defectos de las demás religiosas, pero no dejaba de buscar la oportunidad de corregírselos a solas con benevolencia y con cierta firmeza. Se olvidaba completamente de sí misma y se dedicaba a cuidar a las enfermas -día y noche- con gran afecto, y les prodigaba toda suerte de alivios y consuelos.
Gracias a sus exhortaciones y a su ejemplo, fueron muchas las religiosas que regresaron al camino correcto y a la observancia de sus obligaciones. El demonio, al ver las reformas que se estaban haciendo en el monasterio, se desató contra la Priora en formas muy diversas. En cierta ocasión, caminaba ella acompañada de otras dos religiosas y comenzaron a lloverles carbones encendidos sobre sus cabezas, especialmente sobre la Priora. Cuando todo terminó comenzaron a averiguar quién pudiera haber cometido tal maldad, y dirigiéndose a la Priora para atenderla, la vieron contenta y sin lesión alguna. Ella les advirtió que no se asustasen, pues era el demonio quien las había atacado. Terminado el oficio de Priora, su vida siguió con toda normalidad, como la de cualquier otra de las religiosas. Pero su amor a Dios y a los demás, sus virtudes y su santidad iban creciendo constantemente.
Los últimos años de su vida estuvieron rodeados de enfermedades que iban debilitando sus fuerzas, perdió la vista, y tenía adoloridos los riñones, el hígado y la vesícula, con un sudor constante, pero ella ofrecía sus sufrimientos a Jesús por la reparación de sus pecados y de todas las benditas almas del purgatorio. Cuando llegó el día su muerte, ella se encontró sola en su habitación y sin su imagen de San Nicolás de Tolentino de la que muy pocas veces se separaba, finalmente cuando las religiosas fueron a verla, ya la encontraron sentada en su cama con las manos cruzadas y el Santo Rosario entre ellas. Fue el 10 de Enero de 1686.